UNA SUPREMA CORTE PIGMEA

Una suprema corte pigmea

Por: Juan M. Negrete

Casi no hay día que pase en el que no nos enteremos de la muy baja estatura de los miembros del poder judicial del país. Lo mismo pasa con los miembros de la clase política. Pero a esta tropa tan deslucida la tenemos en jabón desde hace mucho tiempo. Lo novedoso o sorprendente es que se estén filtrando tantas malas notas de los expedientes de quienes siempre se nos dijo que son los guardianes de la constitución, los encargados de que las leyes que nos rigen se cumplan y, por supuesto, que no sean adulteradas.

Se ha descorrido un velo pesado que tapaba sus vergüenzas y ahora nos estamos enterando de que se trata de entes tan falibles como todos los demás, los que componemos el desbarajustado populacho, los de a pie, la pedacera popular pues, como se nos ha calificado siempre a la gran bola informe de ciudadanos. Cuando los políticos ensayan a halagarnos nos llaman pueblo, nos conforman con conceptos finos como la nación o la patria. Entonces sí pasamos a primer plano. Pero en cuanto concluyen sus sainetes volvemos a los rincones oscuros de la gran casa, como la muñeca fea.

Por esta razón ha venido sacudiendo nuestra modorra colectiva ese mundillo exquisito, tan perfumado y tan caro, de los que componen los tribunales de la justicia. Ya empieza a resultar larga la lista de los estropicios de sus dictámenes o decisiones, que son inapelables, pero que no se corresponden con lo que ellos tienen por enmienda: que nuestras cosas públicas en el país transcurran de manera ordenada y razonable. Por fuerza se trata de una tarea complicada, pues no se puede dar contentillo con sus laudos a dos partidos encontrados. Pero se supone que está en su mano buscar las salidas más decorosas a los líos ya desatados. Y si se puede antes de que se desaten, mejor.

Lo más reciente viene a ser la decisión de suspender la entrega de los LTG en Chihuahua y en Coahuila. Los gobiernos de ambos estados tramitaron un amparo en contra de esta práctica educativa, que realiza el poder ejecutivo federal, que consiste en dotar a todos los alumnos de la educación básica y secundaria de textos gratuitos. Como los gobernadores de ambos estados norteños están en el bando de la oposición al poder federal, se inconformaron y cruzaron sendos amparos para ponerle piedritas en el zapato al encargado federal de tales faenas. A éste le ordena realizar dicha tarea nuestra carta magna. Tal vez por eso suponíamos muchos que la tal medida iba a ser desechada, como estrafalaria. La sorpresa es que sí procedió. El ministro Luis María Aguilar les concedió la suspensión definitiva.

No sólo es una medida atrabiliaria. Esto quiere decir que no le sienta bien el traje de togado a tal ministro. Pero lo hizo, aunque su medida vaya a desatar la jauría de canes en ambos estados. Los maestros, los alumnos, los padres de familia y la sociedad civil completa fueron obligados a jugar con fuego en este asunto en la chula frontera del norte. De quien se suponía que vendría la cordura, la voz apaciguadora para no encender la pradera, justo de tal prócer, provino el cerillazo. Mayor incongruencia no se puede pedir.

En otros espacios analistas, mejor entendidos que este redactor, han puesto el dedo en la llaga por darnos a conocer la clase de personajes que llegan a estos tribunales. Es un supuesto común, en el que participamos todos como crédulos, de que por una parte los jueces son seres humanos y que sufren de los mismos defectos de que adolecemos todos los mortales. Pero también suponemos que en su larga trayectoria por profesionalizarse realizaron su mejor esfuerzo por convertirse en seres humanos de excepción, dignos de ocupar el puesto de árbitro en el cual desplegar lo bien aprendido.

Los analistas, decimos, que conocen a muchos de estos personajes, nos han venido ilustrando no sólo de la baja estofa de algunos de ellos; sino sobre todo de la forma tan indigna en que se fueron colando muchos a estos puestos. Va de muestra el caso del ministro Alberto Gelasio Pérez Dayán. Le debe el haber llegado a tal capilla al apoyo de la familia Calderón Zavala. Don Diego Zavala Pérez, el suegro de Felipe Calderón, era el profesor predilecto del tal Gelasio, ahora ministro ya, cuando estudió en la universidad Lasalle. Ya sabemos cómo masca la iguana en lo del tráfico de influencias. No nos habrá de extrañar la complicidad con la familia Calderón, que resalta en todas sus intervenciones, en las que no se encuentra siquiera un ápice de neutralidad.

Casi similar resulta el caso de Javier Láinez Potisek, otro ministro de la suprema tribu del mal. Antes de aterrizar en esta plaza tan apetecida por muchos, fue consejero jurídico adjunto en el poder ejecutivo federal con Ernesto Zedillo y con Vicente Fox. Con tales credenciales bastaría para ajustarlo. Pero vinieron más cosas a su currículo. Fue encargado de las reformas constitucionales, especialmente al sistema de seguridad pública; más adelante, la energética de Enrique Peña Nieto, quien lo hizo ministro de la SCJN, junto a Norma Piña. ¿Cómo suponer que van a atreverse a romper la red de los trafiques que les llevó a tales puestos? Y mucho menos pensar que tengan el valor cívico de romper el tope de los salarios que reciben, que nos resultan hasta insultantes a todos los demás mexicanos de a pie. ¡Habrase visto: más de medio millón de pesos de salario cada mes! ¿Y aun así les vemos como adalides de la justicia y que serán capaces de poner orden en la casa de todos? Urge enderezar esta barca o nos hundiremos todos sin remedio. De seguir así, el naufragio será inevitable.

Comments

comments