El Almud.

Leonel Michel Velasco

Un tempranero lluvioso jueves, una vez que, por fin, el sol se asomó con toda su intensidad, decidí llevar a conocer el arroyo El Almud a mi señora y, desde luego, a nuestra niña Victoria, con el pretexto de encontrar su varita mágica.

Enfilamos por la carretera El Grullo – Ejutla, en mi primer carro, un VW 77 (en el que todos mis hijos aprendieron a manejar). Llegando a Los Parajitos, doblamos a la derecha. Tomando un angosto camino de terracería, prontamente arribamos a un jacal, en donde encontramos una docena de caballos ensillados y amarrados a la sombra de arbustos; nos estacionamos y, de ahí, sin mucho esfuerzo, subimos una pequeña loma. Ya en la cima escuchamos, con claridad, animosa algarabía; bajando directamente al Almud, dentro del arroyo nos encontramos a los doce alegres jinetes, como si sesionaran, sentados cómodamente en perfecto círculo, algunos con el agua hasta el cuello, otros más abajo arriba de la cintura, y, sobre una mesa de agua, flotando las botanas entre ellos, sobre dos charolas de lámina con frutas y chicharrones, además de una discreta botella a medio llenar, flotando en vertical, y otra medio oculta, que sólo asomaba su cuello y su tapón de corcho, suculencias que con leves empujones las iban rolando, picoteando las botanas o llenando sus caballitos de mezcal y platicando necedades.

Al llegar saludando, me encontré con puros conocidos, quienes prontamente nos ofrecieron sus disfrutes; mi niña no pudo resistir su preferida tripa gruesa, mi señora desistió amablemente su ofrecimiento y yo tomé, con un palillo, tres rodajas de pepino y una de chile, bañados, exprimidos en jugo de limón y una pizca de sal marina. Para pronto, una mano se estiró acercándome un caballito, a lo que le pedí que le hicieran un campito entre las botanas y dije que, en cuanto acomodara a mis acompañantes, regresaba; nos indicaron que a un lado se encontraba otra singular mesa un poco más chica, con sus naturales asientos de piedra, a lo que contesté que iríamos a la cascada.

Continuamos atravesando el arroyo para bajar a una pequeña cascada con su pileta y, después de chapotear un buen rato sin salir, le dije a Victoria que esta agua iba a dar al arroyo El Tigre, donde perdió su diente…, para pronto su madre interrumpió la plática para preguntarme sobre mis alegres conocidos, y le expliqué que todos eran comerciantes, en su mayoría del mercado municipal, y que estaban en su día de descanso. Luego, mi niña me pidió la cámara, para tomarnos fotografías. Al salir por ella, el frío viento enchinó mi piel; al dársela a ella, se disparó accidentalmente, y Victoria observó con asombro la fotografía de una piedra que, al chocar el agua sobre ella, formaba una especie de manto que pareciera el de la Virgen Guadalupana, recordándole su estrella Sirio. Al tiempo, esta fotografía fue publicada, indicando el lugar donde fue tomada y preguntando qué se observaba en ella; hubo gente que fue a buscarla…

Con el pretexto del frillito, le indiqué a mi señora que iría por la copa de mezcal; aún no me integraba al grupo cuando uno de ellos, que deambulaba entre las rocas del arroyo, resbaló y cayó estrepitosamente golpeándose la cabeza, y con el empuje de la corriente, su cuerpo flojo, en apariencia inerte, dio dos giros antes de que yo llegara en su auxilio. Ausculté su cabeza y no encontré herida; sin embargo, sangraba por debajo de su maxilar inferior y tenía algunos raspones teñidos de sangre en varias partes de su cuerpo. Volvió en sí de un leve desmayo diciendo ––Pareciera que una mano protegió mi cabeza e hizo rodar mi cuerpo, amortiguando daños ––   y, tuve que hacerla de chofer designado, trasladando al amigo al hospital donde con cinco puntadas quedó listo. Aún no salíamos de la curación cuando su padre, junto con un amigo, ya lo estaban esperando; lo dejé en buenas manos y regresé al Almud.

En el camino, reflexionando sobre la accidental fotografía, la consideré providencial, ya que el accidente o incidente no llegó a mayores. Al llegar, aún flotaba mi caballito, sobre la charola de barco; me aventé uno de sangría y, de un jalón, el mezcal de Tuxca. Les informé de la situación y, ya más calmados y sin más licor, montaron sus jamelgos abandonando el lugar; eso si cargaron con su basura, solo dejaron la degradable. Ni mi señora ni mi pequeña Victoria se enteraron del suceso, el cual preferí no comunicarles en su momento; dejando atrás el Almud, al llegar al entronque los parajitos, les comente -más adelante se encuentra el arroyo el salatillo, adelantito de Los Parajes, antes de que termine el temporal podríamos ir a visitarlo- siii respondió Victoria, para tomar más fotos.

Hasta que decidan leerlo. 

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