GUADALAJARA, CRISOL DE LA MEXICANIDAD.
Pedro Vargas Avalos

Conocida como la Perla Tapatía o de Occidente, en alusión a su gente o a su ubicación geográfica, la también admirada “Atenas de México”, por su colosal venero de cultura y la genialidad de sus escritores, lo singular de sus científicos, la habilidad de sus artesanos, la belleza de sus mujeres, la integridad de sus hombres y el humanismo de sus pensadores, Guadalajara es el crisol de la mexicanidad.

Fundada en el valle de Atemajac, (14 de febrero de 1542), conserva cual reliquia intangible, el recuerdo de su arduo inicio en Nochistlán una década antes; el arribo pasajero en Tonalá por 1533 y, dos años después, su denodado paso por Tlacotán: pueblos y regiones todas, insertas en el paisaje del oeste mexicano; por ello, también la Perla Tapatía, forjó el titulo de Sultana de Occidente. 

Asentada en tierra arenosa, en su momento la capital de la antigua Nueva Galicia -nombre que le impusieron los colonizadores hispanos- inspiró, el 16 de junio de 1823, la denominación del Estado hermano mayor de la federación mexicana: Xalisco, hoy por hoy, Jalisco.

Hablar de Guadalajara, la de los de Jalisco, es profundizar en el alma nacional: el jalisciense no tiene doblez, en justa correspondencia con la frase de que “Como México no hay dos”. 

En los guadalajarenses palpita el ansia de la libertad; por ello, cuando el Padre de la Patria estableció el primer gobierno mexicano en 1810, se abolió la esclavitud y se publicó el primer periódico libre “El Despertador Americano”. Ambos hechos solo son muestras de la grandeza de esta tierra y sus habitantes.

Cuna del federalismo que robustece la república, nuestra Ciudad de la Eterna Primavera, ha sido factor determinante para enlazar a las comarcas que, desde siempre, han fraguado la nación.

En todo el mundo, donde se hable de los mexicanos, el toque distintivo lo dan matices y aspectos propios de los jaliscienses: gallardía, laboriosidad, tradiciones, valores de familia y principios comunitarios, son una amalgama de materias cuya representatividad se encarna en quienes viven en Guadalajara. ¿Quién no admira el porte de nuestros charros o el encanto de las tapatías? ¿Quién no brinda acompañado de un sabroso tequila y sacia su hambre consumiendo la apetitosa cocina local? Y quien no reboza de alegría cuando escucha el vibrante mariachi, y se entusiasma al calor de las bravías o románticas canciones de Jalisco.

Cuando se vive en la Ciudad de las Rosas, otro renombre de la Perla Tapatía, se aprecia que su cielo (a pesar de la siniestra contaminación) conserva rasgos que sirven de marco y trasfondo a las estaciones del año: copiosas lluvias, frescos amaneceres, cálidas tardes y recitales nocturnos. 

Los barrios guadalajareños fusionaron seres humanos autóctonos, extranjeros de dura diestra y ambiciosas miras, con avecindados migrantes de todo el país. Y se funden en medio del embeleso de sus calles, plazas, callejones y plazoletas, que no obstante sus baldosas, aún huelen a tierra mojada. Y en el horizonte, se dibujan las torres gemelas de la bella Guadalajara, flanqueada por el rebuscado Palacio de Gobierno y acordonada por sus recios portales.

Por todo lo anteriormente dicho, que apenas es bosquejo de lo que significa la capital jalisciense, se propaló la frase de que “Jalisco es México”; por lo tanto, en cabal reciprocidad, podemos afirmar que Guadalajara, la mayor alhaja de los de Jalisco, es el supremo símbolo de la mexicanidad.

Comments

comments