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Un Jalisciense Orgullo de México: Luis Manuel Rojas.
LM Rojas
LM Rojas

Por: Pedro Vargas Avalos.

El viernes 23 de septiembre de 1870 nació en la entonces villa Ahualulco de Mercado, Jalisco, el que habría de ser uno de los mexicanos más destacados del siglo XX: Luis Manuel Rojas Arreola. En este año se cumple el 145 aniversario de su natalicio y por ello es de justicia que lo recordemos y honremos su memoria.
Al respecto, es oportuno aclarar varios equívocos que sobre este ilustre personaje se han escrito. El primero y segundo, ya se precisaron puesto que nació el 23 de septiembre del año de 1870.En relación a su segundo apellido es muy común que se anote como “Arriola”, siendo que en su bautizo se lee claramente que está escrito con “e” el apellido de su señora madre (Antonia Arreola) de la misma forma que el de su abuelo materno: Cecilio Arreola. Igual sucede en las actas de bautizo de sus hermanas, en que madre y abuelo son “Arreola”.

En la ciudad de Ameca nacieron las dos hermanas del futuro abogado Rojas: el 7 de julio de 1873 se bautizó a María del Rosario y luego vino al mundo con fecha 6 de junio de 1875, Ma. Guadalupe Luisa Elvira Zara de Jesús. El jefe de la familia, el liberal licenciado Anastasio Rojas Topete, de la misma generación que el jurista Ignacio L. Vallarta, fue nombrado magistrado del Supremo Tribunal de Justicia de Jalisco, y se radicó en Guadalajara.
La posición socio-económica del matrimonio Rojas-Arreola era holgada y de prestigio, especialmente por el lado paterno, pues pertenecía a la familia de los Rojas, destacados agricultores y productores de Tequila; de igual manera el linaje Topete era de reconocido nombre en toda la región que tiene como eje a la ciudad de Ameca. En tales condiciones, el joven primogénito pudo entonces recibir educación esmerada.
En el Liceo de Varones y los círculos de la juventud tapatía, Luis Manuel (que así se comenzó a denominar, y no solo como Luis que es el nombre de su bautizo) se pulió en cuanto a sus inclinaciones hacia la poesía y la literatura, sin serle ajenos los conocimientos de las ciencias exactas; en este período de sus estudios, produjo una excelente tesis sobre las características de la luna, que aún en sociedades científicas de los Estados Unidos, causó admiración.
Por el ejemplo del padre, se inscribió en la escuela de jurisprudencia de Guadalajara, recibiendo enseñanzas de sabios maestros como Jesús López Portillo (casado con una tía de Rojas); de Francisco J. Zavala, experto en derecho internacional; de D. Mariano Coronado, gran estudioso del derecho constitucional, y de otros notables juristas como el notario y periodista, Cenobio I. Enciso o el fogoso letrado Francisco O´Reilly. De esa manera, con un riquísimo bagaje de sapiencia, el año de 1897 se tituló de abogado, teniendo entre sus compañeros a destacados jaliscienses como Antonio Pérez Verdía, José González Rubio y Luis Villa Gordoa.
El conocimiento del campo, de sus cultivos, de la situación en que vivían los agricultores y su espíritu justiciero, hicieron que pronto abrazara el joven Rojas, las causas en pro de la reivindicación de principios, derechos y valores, muy demeritados por el porfiriato. Siendo buen orador, se adhirió a la causa del laguense Lic. Ventura Anaya y Aranda, quien como candidato a la gubernatura del Estado, intentó atajar el porfirismo imperante. Para fortalecer esa lucha, abrazó el periodismo y desde el periódico “El Siglo XX”, criticó las arbitrariedades e injusticias, defendiendo la democracia y la ley.
La experiencia anterior, fortaleció su espíritu emprendedor y con el apoyo de Rafael Reyes Espíndola, logró editar en el DF un popular almanaque; las utilidades generadas, le sirvieron para fundar en la perla Tapatía, el diario “La Gaceta de Guadalajara”, que fue en la primera decena del siglo veinte, el más importante rotativo del occidente de México, llegando a circular hasta el sur de Esta dos Unidos.
En la trinchera del periodismo, se erigió como recio baluarte que criticaba los atropellos y el desgobierno; abrigó a los jóvenes poetas, publicándoles sus trabajos y abrió horizontes amplísimos para difundir la información diaria. Su valentía hizo que altos funcionarios lo mandaran aprehender y con amenazas de todo tipo, para salir de prisión tuvo que deshacerse de su periódico y emigrar a la capital.
En la Ciudad de los Palacios se adhirió al maderismo y fundó en 1910 la exitosa publicación “Revista de Revistas”, de la cual iría a emerger años después el diario Excélsior. Por lo pronto, fue diputado federal por el distrito de su tierra, Ahualulco de Mercado, siendo uno de los líderes del grupo “Renovador” que tanto apoyó al maderismo. En ese cargo, promovió leyes para proteger a los campesinos y particularmente a los productores del agave tequilero.
La valentía del Lic. Luis Manuel Rojas se prueba con varios hechos, pero mencionaremos solo algunos: fue uno de los cinco diputados que no aprobaron en febrero de 1913 la renuncia, sacada a la fuerza, del presidente Madero y el vicepresidente Pino Suárez. Enseguida hizo público su “Yo Acuso” demoledor señalamiento al embajador de Estados Unidos, Henry Lane Wilson, como responsable de los asesinatos del Apóstol de la Democracia y su vicepresidente. A consecuencia de ello, fue encarcelado por los esbirros huertistas y duró varios meses en prisión, salvándose en varias ocasiones de ser asesinado, pero sin claudicar de sus ideales.
En 1914 se sumó al Primer Jefe de la Revolución, D. Venustiano Carranza, quien evaluando los méritos del abogado jalisciense, lo nombró para la Sección Social, cuyo objetivo fue redactar leyes y disposiciones que emitió el gobierno constitucionalista. Para refrendar su buena labor, se le encomendó redactar un Proyecto de Reformas a la Constitución de 1857, convenciendo a Carranza de que se convocara para aprobar ese documento, a un Congreso Constituyente.
Estando en Veracruz el régimen carrancista, elaboró Rojas varias normas que luego promulgó el Primer Jefe; de las más importantes está la Ley del Municipio Libre, emitida la navidad de 1914, así como las reformas al Código Civil del DF, que incluyó entre otras cosas la figura del divorcio.
Instalado el Congreso Constituyente en Querétaro, Rojas fue electo diputado por Guadalajara y por sus cualidades, presidente de la magna asamblea, dirigiéndola con admirable habilidad, reciedumbre y patriotismo. A él, federalista convencido, se debe el discurso por medio del cual se aprobó el nombre oficial del país: Estados Unidos Mexicanos.
Terminada su titánica tarea como legislador, fue director del diario El Universal; antes había sido director de la Biblioteca Nacional (dos ocasiones) y encargado de Bellas Artes, además de embajador en Guatemala y miembro de la Comisión para los Daños de la Revolución. Fiel partidario del civilismo, señaló a Obregón como causante del asesinato del presidente Carranza; con este hecho, se apartó de toda actividad política.
Escribió varios libros sobre temas de historia nacional; se desempeñó como maestro de derecho constitucional y ejerció su profesión de abogado, sin nunca dejar de ser periodista. Años después se le reconoció el grado de general y se le nombró para el Tribunal Superior de Guerra.
Siembre defendió los intereses nacionales, denunciando incluso a los ministros de la Suprema Corte cuando actuaron en contra de la nación, favoreciendo a los extranjeros.
Hasta su fallecimiento, a la par de tan fructífera existencia, vivió con suma modestia. Estuvo casado con la distinguida dama Elodia Ramírez de Rojas, procreando como hijos a Manuel, Ignacio, Carlos Enrique, Elodia, Lilia y Graciela.
Este gran jalisciense, orgullo de México entero, y a quien tanto le debemos sus compatriotas, expiró en la ciudad capital del país el 27 de febrero de 1949. Su nombre está inscrito en la sala de cabildos del Ayuntamiento de Guadalajara, ciudad en que una calle lo recuerda; un óleo del gran pintor Gabriel Flores, está en el Congreso del Estado, para enaltecerlo como notable jurista y legislador.

EL FRAILE DE LA CALAVERA, FRAY ANTONIO ALCALDE.

Por: Pedro Vargas Avalos.

                Si de virtudes se habla y buscamos una persona que lo demuestre, no tendríamos que pensarlo mucho para afirmar que el mejor de los ejemplos es el ilustre obispo de Guadalajara, Don Fray Antonio Alcalde.

                Humilde por convicción, caritativo por naturaleza, Fr. Antonio Alcalde honró no solo a la iglesia pues fue hombre de hábito religioso, sino a la sociedad entera, porque su vida y obra fue una constante tarea de servicio y beneficencia.

                Guadalajara está muy orgullosa que su extraordinario bienhechor está en camino a los altares, pero por lo pronto honra a tan magnánimo personaje con una calle medular de la ciudad y con una colosal estatua que se yergue en medio del jardín del Santuario, frente al garboso santuario de Guadalupe en el corazón de la urbe.

                El Congreso de Jalisco, al reconocerle sus virtudes, lo honró nombrándolo “Benemérito del Estado”, según decreto 16449 publicado el 30 de enero de 1997; enseguida, se acendró su memoria al instituir la condecoración “Fr. Antonio Alcalde”,  galardón que se debe entregar anualmente a la persona o institución que se distinga por sus actividades en pro de la humanidad.

                En el mes de agosto se cumple un aniversario del fallecimiento de este eminente pastor,  pues falleció en nuestra Perla Tapatía el martes 7 de agosto de 1792: al acaecer tan amargo suceso, la entonces capital de Nueva Galicia se llenó de tristeza y dolor, pues había perdido a su mayor benefactor.

                Alcalde había visto la primera luz del mundo el 15 de marzo de 1701 en la villa de Cigales, obispado de Valladolid, provincia de Castilla la Vieja, en España. Su cuna fue pobre, ya que sus padres eran personas de pocos recursos económicos: él se llamó José Alcalde, y su señora esposa, Doña Isabel Barriga y Balboa. Su tío Antonio, hombre de iglesia, lo bautizó en su parroquia y en razón a la temprana muerte de Doña Isabel, realmente se convirtió en su educador.

                A los escasos 16 años, el joven Antonio tomó los hábitos dominicos, luego realizó los estudios correspondientes y finalmente profesó. Siendo de clara inteligencia, se desempeñó como lector de artes y de sagrada teología, labores que llevó a cabo en varios conventos de su orden religiosa. En 1725 pasó del diaconado a ser presbítero; revestido de este solemne carácter, se dedicó con empeño y mansedumbre a servir, hasta que en 1751 se le nombró prior del convento de Santo Domingo en la ciudad de Zamora.

                Del anterior destino, se le envió el año de 1753 como prior del convento de Jesús María, cercano a Madrid. El lugar se prestaba para la meditación, lo que aunado a la vida frugal propia de la regla dominica, forjaron en Fr. Antonio un religioso modelo. Irradiando tales condiciones, se registró un inesperado suceso: era un domingo del mes de julio durante el lejano año de 1760, época en que se practicaba mucho la cacería; el monarca español Carlos III, aficionado a ese arte,  de repente fue arropado por la oscuridad y se extravió; buscando un asilo, ya muy cansado, divisó el convento que encabezaba el venerable Fr. Antonio.

                Sin muchas dificultades se dio paso al regio personaje y su comitiva. Desde luego que los acompañantes del rey  buscaron para éste el mejor aposento a efecto de que pudiera reposar; en consecuencia y de acuerdo a su mundano criterio,  creyeron que ese sitio sería la celda del prior. La sorpresa del soberano y sus cortesanos fue mayúscula, pues en lugar de un cómodo recinto se encontraron con una paupérrima habitación: una tarima de viejas tablas pasaba por ser el lecho, en tanto que un cilicio para penitencia engarzado a la pared, era el austero atavío del fraile;se completaba el panorama con una silla rústica y una mesa sencilla coronada por unos libros, además del infaltable crucifijo y como singular adorno, una patética calavera. La impresión que se llevó el rey fue verdaderamente impactante, pero aún más se conmovió cuando vio llegar a Fr. Antonio, que era el vivo espejo de la estrechez y la humildad.

                Desde aquel momento inolvidable, el monarca tuvo presente la imagen del fraile de la calavera, por lo que en cuanto hubo una vacante de obispado, inmediatamente lo designó para ocuparla. Esto sucedió el año de 1761 cuando habiendo muerto el obispo de Yucatán, se otorgó el nombramiento relativo al sencillo dominico Fr. Antonio Alcalde. Así es como transcurridos dos años,  llegó a lo que hoy es México, el hombre que pocos años después fue promovido al obispado de Guadalajara.

                En efecto, luego de fructíferas tareas en pro de la educación y la beneficencia como obispo de los yucatecos, el 12 de diciembre de 1771 arribó a la Perla Tapatía para asumir su encomienda de XXII obispo de Guadalajara. Ahora sus desvelos serían mayores y sus frutos verdaderamente excepcionales.

                Sin descuidar un ápice los asuntos propiamente episcopales, el accionar de Fr. Antonio se sintió en todos los órdenes: si había hambre, facilitaba medios para que comieran los pobres; si las lluvias causaban daños, proporcionaba medios para remediar ese mal. Al sostener que la salud era la ley suprema del hombre,  se esforzó para dotar de servicios médico-hospitalarios de primer nivel a favor de quienes denominó “la humanidad doliente”, es decir, toda la comunidad necesitada.

                Facilitar casa a los pobres era una tarea inaplazable, por lo que promovió la construcción de numerosas viviendas en 16 manzanas, conjunto habitacional único en América, conocido como “las cuadritas” y se ubicó en las cercanías del Santuario de Guadalupe. Esta hermosa iglesia  de igual manera fue obra suya, con lo cual dotó a la ciudad de un templo con digna categoría para venerar a la reina espiritual de México.

                De todo se ocupaba el bondadoso prelado tapatío: las mujeres, los niños y los menesterosos; los obreros y hasta  los presos, sin olvidar desde luego al clero. En consecuencia apoyó la creación de talleres y fomentó el desarrollo artesanal para abatir el desempleo

                Especial atención recibieron los enfermos, y el hospital de Belén fue la respuesta; en cuanto a otros males mayores, como es el caso de epidemias y la  insalubridad, se edificó anexo al anterior nosocomio  su camposanto. De esa manera fueron acrecentándose los frutos generados por los empeños del incansable Fr. Antonio Alcalde.

                Sin detenernos en valorar cual de las obras alentadas por el obispo fue mayor, debemos señalar la creación de la Universidad de Guadalajara como uno de sus máximos logros.                El 18 de noviembre de 1791 en San Lorenzo del Escorial, Carlos IV firmó la cédula real por la cual se concedía la fundación de la Universidad de Guadalajara. El júbilo del pastor guadalajarense se desbordó, y de común acuerdo con las autoridades civiles se tomaron medidas para proceder  a la apertura de la Máxima Casa de Estudios tapatía.Sin embargo, tantos esfuerzos desplegados incesantemente para superar resistencias ancestrales, dotar con fondos cuantiosos sus obras y emitir disposiciones eficaces para obtener el visto bueno real en el caso de la Universidad, minó la resistencia del fraile de la calavera.

De carácter férreo y voluntad inquebrantable, su salud no  resistió tantos empeños; los múltiples trabajos y no pocos contratiempos que venció constantemente el ilustre obispo, minaron su consistencia, sobreviniendo el fatal desenlace con fecha 7 de agosto de 1792, apenas unas semanas antes de la inauguración universitaria.

El recuerdo del inolvidable Fr. Antonio se arraigó en el corazón de los jaliscienses; la imperiosa necesidad de honrar su  memoria hizo que se le consagraran calles y monumentos. Por ello el pueblo jalisciense representado por el Congreso estatal,  sublimó su figura altruista y lo declaró “Benemérito del Estado de Jalisco”. A todos los que vivimos en esta maravillosa Entidad, nos toca honrar cada vez más, al más preclaro bienhechor que hemos tenido, al fraile de la calavera, el inmortal filántropo Fr. Antonio Alcalde